Tenía diecisiete años cuando tropecé contigo a la
salida del trabajo. Tus enormes ojos azules, tu largo pelo negro y la aparente
madurez de tus treinta y dos años hicieron que me enamorara al momento. Pensé
que no te volvería a ver, pero al cabo de tres meses cruzamos nuestras miradas
en el autobús. Y tres semanas más tarde coincidimos en una discoteca. Desde
entonces no nos volvimos a separar. Íbamos juntos a todas partes. Mis amigas me
decían que me absorbías demasiado, y yo te lo contaba, pero según tú mis amigas
sentían envidia. Yo estaba encantada contigo, muy enamorada, me sentía
protegida y querida. Tus celos de otros chicos no me molestaban, al revés, me
sentía aún más amada. Y tenías razón: mis amigas no lo entendían. Y yo les dejé
muy claro que o te aceptaban o me perdían, porque ibas a ser el hombre con el
que compartiría el resto de mi vida.
Todo iba muy rápido, a una velocidad de vértigo.
Al cumplir los dieciocho años me pediste que me casara contigo, y todo el mundo
estuvo encantado con la noticia. Menos mi madre.
Yo le explicaba que eras perfecto para mí, que el
destino quería que estuviésemos juntos, que un cúmulo de casualidades nos había
llevado a estar juntos. Que era lo que siempre había soñado, desde pequeña, desde
que leía los cuentos de princesas. Que nunca había conocido un chico como tú.
Que eras mi primer y único amor.
Y ella me decía que no le hiciera caso, que eran
los nervios de la boda y un poco de tristeza de que me fuera de casa. Nunca me
dijo que lloraba todas las noches porque tenía un mal presentimiento.
La boda fue perfecta, el viaje de novios perfecto.
Al regresar me pediste que dejara de trabajar, porque pronto vendrían los
niños. Pero los niños no llegaban. Y te ponías nervioso. Vino el primer insulto,
los primeros reproches: “¿No sirves ni para eso?” Y luego la primera paliza.
Me fui con mi madre, me refugié en sus brazos;
ella se sentía culpable, pero no era culpa suya, en todo caso era mía, así lo
veía entonces. ¿Cómo no pude darme cuenta de cómo eras?
Tu madre murió, y nos reencontramos en su
entierro; era una buena mujer, que había sufrido mucho, sobre todo con lo
nuestro. Me pediste perdón, y volví contigo. Mi madre me suplicó que no lo
hiciera, que nos fuéramos juntas a otra ciudad. Pero te vi tan arrepentido, con
ganas de curarte, de ir a terapia, de querer hacer las cosas bien…
Nunca fuiste a terapia. Me mentiste una vez más.
Ni me trataste mejor, ni cambiaste; seguías insultándome, vejándome,
humillándome… Otra paliza me llevó al hospital. Mi madre vino a por mí, y me
llevó a otra ciudad, a casa de una pariente. Mi padre, ya jubilado, se reuniría
con nosotras en pocas semanas, cuando hubiera arreglado unas cosas, y
buscaríamos un sitio más seguro. En esas semanas me di cuenta de que estaba
embarazada. Y esto me dio esperanzas, un poco de alegría por una nueva vida,
una vida tranquila, con mis padres y mi bebé. Tenía que pasar página, tratar de
olvidar. Tenía que seguir adelante, por mis padres, por mí, pero sobre todo por
mi bebé. Estudiaría y me prepararía para poden encontrar un buen trabajo, que
mis padres ya habían hecho suficiente. Les debía mucho. Estaba muy ilusionada
con mis planes.
Pero nos encontraste.
Y ahora, desde donde estoy, te veo con otra chica,
y me pregunto: ¿Pensará ella también que el azar ha hecho que os conocierais y
que eres el hombre de su vida? Pero yo no puedo ayudarla, me gustaría, pero no
puedo.
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