dimarts, 11 de febrer del 2014

Maldito azar (violencia de género)

Tenía diecisiete años cuando tropecé contigo a la salida del trabajo. Tus enormes ojos azules, tu largo pelo negro y la aparente madurez de tus treinta y dos años hicieron que me enamorara al momento. Pensé que no te volvería a ver, pero al cabo de tres meses cruzamos nuestras miradas en el autobús. Y tres semanas más tarde coincidimos en una discoteca. Desde entonces no nos volvimos a separar. Íbamos juntos a todas partes. Mis amigas me decían que me absorbías demasiado, y yo te lo contaba, pero según tú mis amigas sentían envidia. Yo estaba encantada contigo, muy enamorada, me sentía protegida y querida. Tus celos de otros chicos no me molestaban, al revés, me sentía aún más amada. Y tenías razón: mis amigas no lo entendían. Y yo les dejé muy claro que o te aceptaban o me perdían, porque ibas a ser el hombre con el que compartiría el resto de mi vida.
Todo iba muy rápido, a una velocidad de vértigo. Al cumplir los dieciocho años me pediste que me casara contigo, y todo el mundo estuvo encantado con la noticia. Menos mi madre.
Yo le explicaba que eras perfecto para mí, que el destino quería que estuviésemos juntos, que un cúmulo de casualidades nos había llevado a estar juntos. Que era lo que siempre había soñado, desde pequeña, desde que leía los cuentos de princesas. Que nunca había conocido un chico como tú. Que eras mi primer y único amor.
Y ella me decía que no le hiciera caso, que eran los nervios de la boda y un poco de tristeza de que me fuera de casa. Nunca me dijo que lloraba todas las noches porque tenía un mal presentimiento.
La boda fue perfecta, el viaje de novios perfecto. Al regresar me pediste que dejara de trabajar, porque pronto vendrían los niños. Pero los niños no llegaban. Y te ponías nervioso. Vino el primer insulto, los primeros reproches: “¿No sirves ni para eso?” Y luego la primera paliza.
Me fui con mi madre, me refugié en sus brazos; ella se sentía culpable, pero no era culpa suya, en todo caso era mía, así lo veía entonces. ¿Cómo no pude darme cuenta de cómo eras?
Tu madre murió, y nos reencontramos en su entierro; era una buena mujer, que había sufrido mucho, sobre todo con lo nuestro. Me pediste perdón, y volví contigo. Mi madre me suplicó que no lo hiciera, que nos fuéramos juntas a otra ciudad. Pero te vi tan arrepentido, con ganas de curarte, de ir a terapia, de querer hacer las cosas bien…
Nunca fuiste a terapia. Me mentiste una vez más. Ni me trataste mejor, ni cambiaste; seguías insultándome, vejándome, humillándome… Otra paliza me llevó al hospital. Mi madre vino a por mí, y me llevó a otra ciudad, a casa de una pariente. Mi padre, ya jubilado, se reuniría con nosotras en pocas semanas, cuando hubiera arreglado unas cosas, y buscaríamos un sitio más seguro. En esas semanas me di cuenta de que estaba embarazada. Y esto me dio esperanzas, un poco de alegría por una nueva vida, una vida tranquila, con mis padres y mi bebé. Tenía que pasar página, tratar de olvidar. Tenía que seguir adelante, por mis padres, por mí, pero sobre todo por mi bebé. Estudiaría y me prepararía para poden encontrar un buen trabajo, que mis padres ya habían hecho suficiente. Les debía mucho. Estaba muy ilusionada con mis planes.
Pero nos encontraste.
Y ahora, desde donde estoy, te veo con otra chica, y me pregunto: ¿Pensará ella también que el azar ha hecho que os conocierais y que eres el hombre de su vida? Pero yo no puedo ayudarla, me gustaría, pero no puedo.